miércoles, 26 de agosto de 2015

Leyenda Donde El Diablo Perdio El Poncho

Don Lorenzo Cuéllar, prominente vecino de Warnes (léase Urbanes, a la usanza de la época), era una especie de caja de caudales en lo que respecta a dichos y dicharachos. Los largaba por montones, cualquiera fuese el tema de conversación y cualquiera su interlocutor, como quien distribuye bienes de fortuna, de los que quiere hacer merced en prueba de munificencia. Cuando venía “al pueblo”, y los periódicos de ese entonces no dejaban de saludarle en la columna del Social, visitaba entre los primeros a quien era su amigo y patrocinante de litigios judiciales: el entonces joven y ya prestigioso jurista Rubén Terrazas.
Cierto día cupo a quien esto escribe, niño a la sazón, la suerte de escuchar el diálogo que sostenían el viejo hacendado y el joven letrado. Hablaban al parecer de alguien ofrecido como testigo en el pleito sobre unas tierras que don Lorenzo sostenía con cierto vecino suyo.
-¡Oh! -musitó el fidalgo urbanense-. A éste no va a poder citárselo dentro del término de ley, porque vive lejos, muy lejos… Donde el diablo perdió el poncho.
El culto pero curioso letrado apuntó seguidamente, entre burlón y serio:
-Le he oído varias veces expedirse con ese dicho. ¿Puede Ud. indicarme, don Lorenzo, dónde queda ese lugar?.
-Por allá, por allá… Yo mismo no sé exactamente adónde. En todo caso a muy larga distancia de aquí, y en un paraje que sólo conoce poca gente.
-Si no conoce bien el lugar, estoy seguro de que conoce la historia. Es ocasión de que me la cuente.
-Con el mayor gusto, mi doctorcito. Aquí va la historia, tal como me la contó taita, y a éste el suyo y así sucesivamente.
Hace ñaupas vivía en su establecimiento un señor de los que en clase de cañeros y en condición de solterones cambian cada noche de colchón y muelen a dos y hasta a tres pailas. Demás está decir que ningún colchón era el de su cama propia y ninguna paila le había sido dada con bendición y latines de cura.
Vivía, pues, en pecado mortal y sin intención alguna de apartarse de éste. Con decir que no iba al pueblo sino a la muerte de un obispo, está dicho que no oía misa y con expresar que se pasaba las noches zangaloteando, queda expresado que no ocupaba su tiempo en rezos. Al saberle así, la gente murmuraba de él que era candidato seguro al infierno.
Cierto día le cayó a casa un forastero en calidad de alojado. Era un tipo joven y buen mozo, y desde que llegó hasta que se puso en camino de irse, no aflojó el poncho que llevaba puesto: Un poncho colla a franjas, grueso y tieso, que le cubría desde el cuello hasta los morocos. Con el achaque de que su mula estaba despiada, se quedó durante días en el “establecimiento”.
Poco tardó en ganarse la voluntad del dueño y, lo que es más, su confianza. Al fin consiguió aquello tras de lo cual había venido: Llevarse al dueño de casa por camino largo y con pretexto de venderle una estancia que dijo tener allá a la distancia. Partieron los dos bien montados, el uno con su cómoda chaqueta viajera y el otro embutido en su poncho.
Nadie sabe de qué trataron en el camino, ni qué hizo el uno con respecto al otro. Nada propio de cristianos debió de ser, si se juzgan las cosas por las que después sobrevino. El hecho es que seguían tirando para adelante, cada vez por más lejos de los trechos conocidos.
Entre tanto una de las prójimas que el campesino tenía en casa y molía con él en la molienda, entró en serios temores acerca de él. Desde un comienzo el emponchao no le había caído en gracia, y con esta prevención empezó a abrigar recelos en su contra. Tales recelos se hicieron mayores con la inesperada partida de ambos. Y tanto, que al día siguiente determinó ir en su alcance.
Guapa, valiente y práctica en monturas y viajes, como era, ensilló un caballo y salió al trote largo tras de los caminantes. Sin aflojar el trote, sino para echarle al galope, le fue suficiente ese día con su noche para lograr el arriesgado intento.
Era ya día claro cuando dio con ellos, en momentos en que se disponía para proseguir la marcha. Colocándose frente a los dos se dirigió a su conjunto, gritándole como angustiada:
-¡Ni un paso más, o te perdés pa siempre!.
El del poncho se apresuró a replicar, entre calmoso y ofendido:
-¿Quién sos vos para impedir a éste que vaya conmigo?.
La mujer alzó entonces el grito:
-Te conozco a vos: ¡Sos el mismo Mandinga!.
Al decir esto hacía la señal de la cruz, enérgica y no muy devotamente que se diga. El sujeto empezó a recular protegiéndose los ojos con la mano y el antebrazo.
La mujer llegó a mayores efectividades. Esgrimiendo el talero que tenía en la mano empezó a descargar sobre seguro una lluvia de latigazos. No necesitó de mucho para lograr su objetivo. El diablo, pues se trataba de éste, vivito y coleando, emprendió la fuga. Y con tanta precipitación hubo de proceder, que dejó prendido el poncho en una rama.
Fue así de cómo una mujer pudo más que el diablo, quitándole su presa y haciéndole perder el poncho. De allí viene el dicho, aunque no se mencione el hecho de haber sido una mujer la autora. Mejor así, para que la dignidad del hombre no sea tenida a menos.
Al decir este último, al tuno de don Lorenzo le florecía una sonrisa picaresca tras de los bigotazos rebeldes.

Video De La Leyenda De El Duende


Leyenda De El duende

El duendeSe dice que es un niño que murió sin ser bautizado o un niño malo que golpeó a su madre. Es muy pequeño, lleva un sombrero grande y llora como una criatura. Tiene una mano de hierro y otra de lana, cuando se acerca a alguien le pregunta si con cuál mano desea ser golpeado. Algunos dicen que, sin importar la elección, el duende golpeará siempre con la de hierro. Otros, en cambio, aseguran que los desprevenidos eligen la de lana y que es ésta la que en realidad más duele.
Posee unos ojos muy malignos y dientes muy agudos. Suele aparecer a la hora de la siesta o en la noche en los cañadones o quebradas. Tiene predilección para con los niños de corta edad, aunque también golpea sin piedad a los mayores.
En la zona de los Valles Calchaquíes existen dos historias muy curiosas con respecto al duende:
Rostro del duendeUna cuenta que un arqueólogo, internándose en el cerro a horas de la siesta escuchó el llanto de un niño. Al acercarse vio un párvulo en cuclillas y con la cabeza gacha. Cuando le preguntó si qué le sucedía, el niño alzó su maligno rostro y mostrando sus agudísimos dientes al tiempo que sonreía, le dijo:
- Tatita, mírame los dientes...
El "gringo" salió corriendo tan veloz como las piernas le daban y nunca regresó.
La otra historia, narrada por Lucindo Mamaní, de Tafí del Valle, cuenta que se vió al duende conversando en un zanjón con un niño que estaba a su cuidado (actualmente un prominente médico). Al acercarse don Lucindo, el duende -llamado "enano del zanjón" por los lugareños- salió huyendo.

Video De La Leyenda El Mojón Con Cara


Leyenda Del Mojón Con Cara

Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:
-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.
Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse con el mojón, mudo compañero de sus expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.
Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior.
Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.

Video De La Leyenda Del Guajojo


Leyenda Del Guajojo

En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndola al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.
Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que referían los  sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.

Video De La Leyenda De Bibosi En Motacu


Leyenda Del Bibosi En Motacu

En los tiempos de Maricas-taña y del tatarabuelo Juan Fuerte, vivía en cierto paraje de la campiña un jayán de recia complexión y donosa estampa. Amaba el tal con la impetuosidad y la vehemencia de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con quien había entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero “acabo de molienda”.
La mocita era delgaducha y de poca alzada, pero bonita, eso sí, y con más dulzura que un jarro de miel.
No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas de “cortejo” formal, por no conceptuar le digno de la aceptación. Pero los enamorados se veían fuera de casa, en cualquier vera de senderos o bajo el cobijo de las arboledas.
Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisión inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.
La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella en los brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas… “Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos contemplarla muerta”.
Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que el primer bibosi en motacú apareció en el sitio mismo de la última cita de aquellos enamorados.